Las pasiones desatadas de un cadáver atado: Antes de la Puerta.
El herrero Tomás vivía al borde del pueblo, donde las casas se desdibujaban en el bosque y el humo de su fragua lamía el cielo como una lengua incierta. Era un hombre de manos anchas y ojos que ardían con un calor que no explicaba, un calor que los aldeanos atribuían al fuego de su oficio, pero que algunos —los más viejos, los que miraban de reojo— juraban que venía de otra parte. Su vida era abierta, un lienzo de días rudos y noches que olían a hierro y sudor, hasta que ella llegó.
La llamaban la Viuda Blanca, aunque nadie sabía si había tenido marido. Su cabello era un manto de escarcha que caía hasta la cintura, y sus ojos, grises como la luna manca que reinaba las noches de invierno, cortaban como un filo de plata. Traía consigo rumores de magia negra, susurros de pactos sellados en la penumbra, y una pena blanca que pesaba en el aire como nieve que no caía. Los aldeanos la evitaban, pero Tomás, con su corazón de brasas, no pudo resistir el frío que ella exudaba.
Se conocieron bajo esa luna manca, una esfera coja que colgaba en el cielo, su luz degollada derramando plata sobre el claro del bosque. Ella estaba allí, trazando símbolos en la tierra con un cuchillo de hueso, su voz un murmullo que reptaba como hiedra: "La pena blanca escribe, y el fuego negro la lee". Tomás, atraído por el zumbido de sus palabras, se acercó, el martillo aún en la mano, su aliento empañando el aire helado. "¿Qué buscas?", preguntó, y ella sonrió, mostrando dientes que brillaban como astillas de hielo. "Lo que tú tienes", dijo. "Fuego".
Las noches se volvieron un torbellino. La Viuda Blanca lo llevaba al claro, donde la luna manca presidía como un juez ciego, y le enseñaba los versos de la magia negra: palabras que ardían en la lengua, que olían a azufre y ceniza, que hacían temblar la tierra bajo sus pies. Tomás, con su fragua olvidada, se dejaba consumir. Ella le hablaba de la pena blanca —un dolor puro, frío, que cortaba más hondo que cualquier hoja— y del fuego negro que lo equilibraba, un calor que no iluminaba, sino que devoraba. Juntos forjaron un amor prohibido, un incendio que mezclaba el hielo de ella con las brasas de él, un pacto que no necesitaba palabras para sellarse.
Pero el pueblo no dormía. Los aldeanos oían los ecos del claro, veían el humo negro que subía desde el bosque, y susurraban. "Es brujería", decían. "Es traición". El oro que Tomás había ahorrado —monedas fundidas en su fragua, guardadas en un cofre bajo las tablas— brillaba en sus mentes como un faro. Una noche, mientras la luna manca se alzaba, un grupo de hombres con antorchas y cuerdas irrumpió en la herrería. No encontraron a la Viuda Blanca, pero sí a Tomás, con los ojos encendidos y las manos manchadas de hollín mágico.
"¿Dónde está el oro?", gritaron, y él rió, una risa que era fuego y hielo, que helaba la sangre. No respondió. Las antorchas lamieron las paredes, pero el fuego no tomó; las llamas retrocedían como si temieran lo que él había tocado. Lo golpearon, lo ataron con cuerdas ásperas que cortaban la piel, y lo arrastraron al bosque. Allí, bajo la luna manca, la Viuda Blanca apareció, su figura recortada contra la plata degollada del cielo. "No lo toquen", siseó, su voz un filo que cortó el viento, pero los hombres, ciegos de codicia, la ignoraron.
El cuchillo de hueso brilló en su mano, y un verso negro escapó de sus labios, un rugido que hizo temblar las ramas. La tierra se abrió, exhalando un aliento de azufre, y las cuerdas de Tomás vibraron, tensándose como si el fuego negro las hubiera reclamado. Pero los aldeanos fueron más rápidos. Uno le arrancó el cofre del oro mientras otro le hundía una daga en el pecho, y la sangre de Tomás salpicó la tierra, mezclándose con los símbolos de la Viuda. Ella gritó, un alarido que era pena blanca y fuego negro, pero los hombres huyeron con su botín, dejando el cuerpo colgado entre los árboles, las cuerdas apretando su carne como un amante cruel.
La luna manca lo vio todo, escribiendo en el cielo su plata degüello, un testamento mudo de la traición. La Viuda Blanca, con las manos temblando, tocó el rostro de Tomás, sus ojos grises derramando lágrimas que brillaban como escarcha líquida. "No te irás", susurró, y trazó un último símbolo sobre su corazón detenido, un sello de magia negra que ataba sus pasiones al cuerpo roto. El aire se cargó de un zumbido grave, y el bosque contuvo el aliento.
Días después, el cadáver apareció en la puerta del caserón en ruinas, las cuerdas aún cruzándole el pecho y las muñecas, sus ojos turbios mirando al pueblo que lo había traicionado. La Viuda Blanca se desvaneció, pero su pena blanca y el fuego negro de Tomás quedaron, un rumor que reptaba desde el claro hasta las casas, un eco de amor prohibido y venganza que no descansaría jamás.
No hay comentarios:
Publicar un comentario