lunes, 3 de marzo de 2025

El Estigma de las Sombras

 

El Estigma de las Sombras
La mansión Delacroix se alzaba bajo una luna llena que cortaba la niebla como una guadaña, sus torres retorcidas apuñalando un cielo que sangraba plata. En la sala de los susurros, Eléonor Escarlata Delacroix y Eulalia la Tibia, la Dalia de Negro, se aferraban una a la otra, rodeadas por un aire que apestaba a azufre y carne quemada. Los cuerpos de sus hijos —Aedra, Cenitruo, Eufres, Colónirritable, Terapio, Eufregio, el pequeño Tomás, Achicoria y Vilfredo— habían sido arrancados por el abismo que se abrió en el suelo, un agujero negro que rugía como si tuviera dientes. Las hermanas temblaban, sus respiraciones entrecortadas chocando como martillos contra las paredes viscosas, que parecían sudar bajo la luz lunar.
Un viento helado irrumpió por las grietas, un silbido afilado que arrastraba un susurro rasposo, como si algo arañara las piedras desde dentro. Las velas del candelabro escupían llamas débiles, derramando cera que se coagulaba en charcos rojos y palpitantes. Eléonor levantó la cabeza, su cabello de brasas apagadas pegado a un rostro empapado en sudor y terror. "¿Qué hicimos?", jadeó, su voz un hilo que se quebró en el aire denso. Eulalia, con el cabello plateado cortando la penumbra como un filo, apretó la mandíbula hasta que la sangre brotó entre sus dientes. "Lo que debíamos", siseó, pero el temblor en su tono rajó la frialdad que una vez fue su armadura.
El suelo se estremeció, un latido profundo que subió por las paredes y arrancó un crujido de los tapices podridos, como si la mansión gruñera de hambre. Las sombras, que habían retrocedido tras devorar a los hijos, despertaron de nuevo. No eran manchas inertes; se deslizaban como sangre negra, moldeándose en garras huesudas, rostros que se abrían y cerraban sin labios, ojos que latían como heridas frescas. Un zumbido estalló, grave y cortante, reverberando en los cráneos de las hermanas, y el aire se coaguló en un frío que les rajaba la garganta al respirar. Eléonor intentó levantarse, sus piernas flaqueando como ramas rotas, pero tropezó y cayó sobre Eulalia, sus uñas clavándose en su carne hasta que la sangre brotó caliente y roja.
"¡Nos están cazando!", gritó Eléonor, su voz desgarrándose mientras sus ojos saltaban entre las formas que se retorcían. Las sombras se alzaron, un oleaje negro que lamía las paredes y avanzaba con un chasquido de huesos partidos. Eulalia giró la cabeza, sus ojos glaciales buscando un hueco, una rendija, pero las puertas estaban selladas con un golpe que aún resonaba en sus tímpanos, y las ventanas eran abismos de negrura que parecían mirarla de vuelta. Un lamento brotó del pozo —o de las sombras mismas—, un coro torcido de nombres que se enredaban como alambre de púas: AedraCenitruoEufresTomás.
La luna perforó una grieta en el techo, un rayo plateado que cortó la sala y encendió las lágrimas de Eléonor y el rojo que goteaba de Eulalia. Las sombras se congelaron, sus bordes temblando como si la luz las cortara, pero el alivio duró un parpadeo. Rugieron y se lanzaron más rápido, un maremoto helado que trepó por las piernas de las hermanas, cuarteándoles la piel con fisuras que sangraban hielo. Eléonor soltó un alarido que rasgó el aire, pero el zumbido lo aplastó, devorándolo en un eco que la mansión tragó entero.
Eulalia alzó una mano, sus dedos rígidos garabateando un signo en el aire, un retazo desesperado de un hechizo que nunca dominó. Las sombras se retorcieron, sus formas vacilando, pero un bramido explotó desde el abismo, un rugido que hizo temblar las paredes y despedazó el símbolo en cenizas negras que le abrasaron la piel. "¡No hay fin!", jadeó, su voz un ruego que se le escapó entre dientes rotos. Eléonor intentó responder, pero el frío le arrancó el aire, su aliento congelándose en un estertor que le desgarró los pulmones y escupió sangre en su pecho.
Las sombras las atraparon, un torbellino de hielo y garras que las alzó como muñecas rotas. Sus cuerpos se arquearon, sus corazones latiendo en un frenesí que era puro pánico, un eco final de las pasiones que las habían condenado. Eléonor alcanzó a ver la luna, su brillo plateado astillado por las siluetas retorcidas de las sombras, antes de que un sudario negro le arrancara la vista. Eulalia dejó caer la cabeza, su frialdad fundiéndose en un suspiro que el viento destrozó al nacer.
La mansión Delacroix se cerró como una mandíbula hambrienta. Las luces murieron en un parpadeo agónico, y un silencio aplastante cayó, tan denso que parecía aplastar los huesos. Las sombras se hundieron en las grietas, en los rincones, un estigma vivo que latía con los amores prohibidos y las traiciones diabólicas que habían alimentado. Desde el valle, los aldeanos vieron la luna brillar sobre el castillo, un monolito inmóvil, y un susurro final se deslizó de sus entrañas: una voz doble, un lamento que se enroscó en la niebla y juró acechar en la eternidad.

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