- La Mansión de los SusurrosLa mansión Delacroix se alzaba como una sombra retorcida bajo una luna pálida, sus torres arañando el cielo nocturno. Eléonor Escarlata Delacroix, baronesa de Jaltón y duquesa de un pequeño mariscado, había regresado tras años de exilio autoinfligido, convocada por un susurro que reptaba en su sangre. Su cabello, del color de brasas apagadas, caía en mechones rebeldes sobre su piel blanca como hueso, brillando con un fulgor lunar que parecía no pertenecerle. El aire a su alrededor pesaba, denso, como si la oscuridad se aferrara a sus pasos.Los aldeanos cuchicheaban desde sus ventanas atrancadas: Eléonor había pactado con lo innombrable para salvar su linaje, y el precio aún colgaba sobre ella como una soga invisible. Cada noche, en la torre más alta, su voz —suave como terciopelo, cortante como un trueno— recitaba versos arcanos que llenaban la mansión de ecos vivos. Historias de amantes traicionados, de sangre derramada, de sombras que no descansaban. Los escuchaban desde lejos, con el aliento contenido, atrapados entre el hechizo y el pavor.Entonces llegó Eulalia, la Tibia, la Dalia de Negro. Su cabello plateado destellaba como escarcha bajo las lámparas, y sus ojos, de un azul glacial, cortaban como hielo. No era débil, no; su apodo venía de una frialdad que helaba el alma, un silencio que pesaba más que mil gritos. Nadie sabía de dónde venía, pero su llegada trajo un frío que se colaba por las grietas de la mansión, un frío que hacía temblar las velas. Las hermanas, opuestas como el fuego y el hielo, se miraban con pupilas que escondían un secreto compartido, un hilo invisible que las ataba más allá de la sangre.La sala de los susurros se convirtió en su santuario. Allí, entre tapices raídos y candelabros que proyectaban sombras danzantes, Eléonor tejía sus versos de pasión y pérdida, mientras Eulalia, inmóvil como una estatua, dejaba caer palabras heladas que cortaban el aire. El viento ululaba afuera, trayendo presagios que reptaban por las paredes, y la mansión parecía contener el aliento, esperando.El torbellino comenzó con Arquímedes Pendejales, alcalde de Tweetón. Alto, de mirada afilada y voz que doblegaba voluntades, entró en la mansión como un huracán, ajeno al caos que desataba. Eléonor lo vio primero: su carisma era un imán, y su pasión respondió con un fuego que le quemaba el pecho. Eulalia, desde las sombras, lo observó con ojos que no parpadeaban, su frialdad resquebrajándose en silencio. Las noches se volvieron un campo de batalla invisible: susurros celosos, miradas que chocaban como espadas, un amor que las partía en dos.Una noche de luna llena, Eléonor lo arrastró a la torre. Bajo el resplandor plateado, sus versos se quebraron en una confesión desesperada: "Te he amado desde que pisaste este suelo maldito". Arquímedes, atrapado por su intensidad, la besó con una fuerza que hizo temblar las piedras. Pero en la sala de los susurros, Eulalia lo oyó todo. Su máscara gélida se astilló, y lágrimas mudas rodaron por su rostro, narrando un dolor que nunca había pronunciado.El anuncio de Arquímedes —"Escojo a Eléonor"— fue un cuchillo. Eulalia huyó de la mansión esa misma noche, su silueta plateada desvaneciéndose en la niebla, dejando un vacío que pesaba como plomo. Eléonor y Arquímedes se casaron, y de su unión nacieron Aedra, de ojos oscuros y melancolía heredada, y Cenitruo, rebelde y carismático como su padre. La mansión pareció calmarse, pero las sombras nunca duermen.Años después, Eulalia regresó. Su cabello seguía siendo escarcha, pero sus ojos llevaban un brillo roto. Traía consigo siete hijos —Eufres, Colónirritable, Terapio, Eufregio, el pequeño Tomás, Achicoria y Vilfredo—, engendrados en secreto con Arquímedes durante sus visitas furtivas antes de su partida. Los había criado en tierras lejanas, y ahora los escondía en el sótano de la mansión, un reino de penumbra donde los susurros eran su única luz. Los niños crecieron entre sombras, sus nombres resonando como ecos de un destino torcido.Eléonor no sabía nada. Vivía en su torre, recitando versos que ya no tenían respuesta, mientras Eulalia, abajo, narraba a sus hijos la historia de los Escarlata: pactos oscuros, traiciones selladas en sangre. Cenitruo, el mayor de los hijos de Eléonor, bajó un día al sótano, atraído por el eco de voces extrañas. Allí encontró a su tía y a sus primos, sus medio hermanos, y el aire se cargó de un zumbido que no explicaba. Aedra lo siguió, su mirada temblando entre amor y desconfianza.La verdad estalló como un trueno. Eléonor descubrió a los hijos de Eulalia, y con ellos, la traición de Arquímedes. Su grito resonó desde la torre, un alarido que quebró las vidrieras. Arquímedes, atrapado entre las hermanas, sintió el peso de sus ojos —uno ardiente, otro helado— y el suelo tembló bajo sus pies. Las sombras de la mansión cobraron vida, alargándose como dedos que buscaban atraparlo.Esa noche, una tormenta desgarró el cielo. Arquímedes, con la mente hecha pedazos, subió a la torre. Eléonor lo alcanzó, su cabello alborotado por el viento, su voz suplicando: "¡Elige de una vez!". Eulalia apareció en el umbral, inmóvil, sus hijos tras ella como espectros. Arquímedes miró de una a otra, y el rugido del trueno ahogó su respuesta. Dio un paso atrás, hacia el borde, y la tormenta lo reclamó, su cuerpo cayendo como una hoja rota.Eléonor se encerró en la torre, sus versos convertidos en lamentos que perforaban la noche. Eulalia bajó al sótano con sus siete hijos, su frialdad ahora un caparazón agrietado. Aedra y Cenitruo, atrapados entre dos mundos, oyeron las paredes susurrar: nombres, secretos, promesas rotas. La mansión Delacroix se cerró sobre ellos, un lienzo de sombras donde el amor y la traición seguían latiendo, esperando.
El estigma de un amor sin referencia se cernía sobre la mansión Delacroix, donde las relaciones incestuosas tejían una red de pasiones incomprendidas y casi diabólicas. Los hijos de Eulalia y Eléonore, primos y hermanos, se encontraban atrapados en un torbellino de emociones desbordadas y deseos reprimidos.
Eufres, Colónirritable, Terapio, Eufregio, el pequeño Tomás, Achicoria y Vilfredo, hijos de Eulalia, compartían la misma sangre que Aedra y Cenitruo, hijos de Eléonore. La mansión, con sus sombras y susurros, se convirtió en el escenario de un amor prohibido y trágico, donde los lazos familiares se entrelazaban en una danza de deseo y culpa.
Las noches en la mansión Delacroix estaban llenas de susurros y gemidos, mientras los jóvenes buscaban consuelo en los brazos de sus propios hermanos y primos. El estigma de su amor sin referencia los perseguía, y la oscuridad de la mansión parecía alimentarse de sus pasiones desatadas.
Eléonore y Eulalia, conscientes del caos que habían desatado, intentaban mantener el control sobre sus hijos, pero el amor incomprendido y casi diabólico que los unía era más fuerte que cualquier intento de represión. La mansión Delacroix, con sus secretos oscuros y susurros antiguos, se convirtió en un testigo mudo de la tragedia que se desarrollaba en su interior.
El destino trágico de los hijos de los Escarlata se cumplió cuando los secretos oscuros de la familia cobraron vida, y la mansión Delacroix se convirtió en un campo de batalla de emociones desbordadas y deseos reprimidos. En medio del caos, Eulalia y Eléonore se encontraron cara a cara, sus almas desnudas y sus corazones expuestos. Las hermanas, unidas por la sangre y separadas por la traición, debieron enfrentarse a sus propios demonios y encontrar la fuerza para perdonar y sanar.
La mansión Delacroix, con sus sombras y susurros, se convirtió en el escenario de una redención dolorosa y necesaria. Y aunque las cicatrices de la traición nunca desaparecerían por completo, el amor y la compasión encontraron un camino para sanar las heridas del pasado y construir un futuro nuevo y esperanzador.
El Estigma de las Sombras (Interludio) Bajo el manto oscuro de la noche, el castillo Delacroix se erguía como una tumba, su estructura majestuosa transformada en un mausoleo de sufrimiento y traición. La luna llena iluminaba con una luz de plata, bañando las paredes de piedra en un brillo espectral.
Eléonore y Eulalia, agotadas y desesperadas, se abrazaban en la sala de los susurros, rodeadas por las sombras que habían desatado. Sus corazones latían al unísono, un eco de sus amores prohibidos y pasiones incomprendidas.
El viento frío se filtraba por las grietas, trayendo consigo un susurro antiguo y siniestro. La luna llena, testigo silente de los horrores que se desataban dentro del castillo, brillaba con una intensidad sobrenatural.
Las hermanas, con las almas desgarradas y los cuerpos debilitados, sentían cómo la muerte se acercaba, atraída por la oscuridad que habían engendrado. El tiempo se detenía, y un frío implacable se apoderaba del aire, congelando cada aliento y cada lágrima.
Un susurro final escapó de los labios de Eulalia: "Lo que debíamos". Eléonore, con la voz rota, respondió: "¿Qué hicimos?".
Las sombras se alzaron como una marea oscura, cubriendo a las hermanas en un abrazo helado. La luna llena, con su luz de plata, brillaba sobre ellas mientras la vida se desvanecía de sus cuerpos.
El castillo Delacroix, ahora una tumba, guardaba el estigma de un amor sin referencia, una red de pasiones diabólicas que nunca encontraría redención. Las luces se apagaron una última vez, y la mansión quedó en silencio, un monolito de sombras y susurros, esperando el juicio de la eternidad.
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