El Rumor de la Puerta
El grito rebotó contra las casas al amanecer, un alarido que hizo temblar las ventanas. Frente al caserón en ruinas, el cadáver colgaba de la puerta como un títere roto. Las cuerdas, ásperas y manchadas de rojo, le cruzaban el pecho y las muñecas, apretando la carne hinchada. Sus ojos, abiertos y turbios, parecían seguir a quien se atreviera a mirar. Nadie sabía cómo había llegado ahí. El viento silbaba entre sus costillas expuestas, y un hedor dulzón se pegaba a la garganta de los aldeanos que, paralizados, observaban desde lejos.
"¡Es Tomás!", gritó alguien, y el nombre del herrero desaparecido encendió un murmullo frenético. Pero no había tiempo para certezas. Al mediodía, el sol ardía, y el cuerpo comenzó a crujir. No era el sonido de la putrefacción, sino algo más vivo, más hambriento. Las cuerdas vibraron, tensándose como si tiraran de un peso invisible. Un niño juró haber visto los dedos del muerto temblar. Los adultos lo callaron, pero sus manos sudaban.
Esa noche, el pueblo se encerró. Las puertas atrancadas no bastaron. A medianoche, un rumor —grave, rasposo— trepó por las paredes. No era un lamento, sino una voz que escarbaba en los oídos: "Me deben… me arrancaron… lo pagarán…". Las palabras se retorcían, cargadas de una rabia que helaba la sangre. Los perros se lanzaron contra las puertas, arañando hasta sangrar. Una anciana, Clara, se desplomó rezando, con los ojos en blanco. "No es él", balbuceó. "Son sus pasiones. Lo ataron para que no escape".
Al alba, el consejo marchó al caserón, antorchas en mano. El alcalde, con la cara desencajada, gritó que lo bajarían. Pero cuando el primero tocó las cuerdas, un chillido inhumano estalló desde el cadáver. Las sogas se retorcieron como serpientes, cortándole las manos al hombre, que cayó gritando mientras la sangre salpicaba la tierra. El sacerdote alzó su cruz, pero el viento la arrancó de sus dedos y la partió en dos. El cadáver no se movía, pero su boca —antes cerrada— ahora colgaba abierta, dejando escapar un aliento negro que apestaba a furia.
Cada noche era peor. El rumor se volvió un rugido. Los aldeanos se despertaban con marcas en la piel, con ecos de traiciones que no podían silenciar. "Fue él", se acusaban unos a otros, recordando al herrero, su amor prohibido, el oro que le robaron antes de perderlo en el bosque. El muerto los miraba desde la puerta, y sus pasiones, desatadas, se clavaban en sus pechos como cuchillos.
El quinto día, intentaron quemarlo. El fuego lamió la madera, pero las llamas se apagaron al tocarlo, y el humo dibujó rostros que gritaban. Desesperados, levantaron un muro alrededor del caserón, ladrillo sobre ladrillo, con las manos temblando. Cuando terminaron, el silencio cayó como un yunque. Pensaron que habían ganado.
Pero esa noche, el rumor volvió, más cerca, dentro de las casas. Y en la penumbra, las puertas de cada hogar parecían vibrar, como si algo, atado aún, intentara entrar.
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